La Invasión Libertadora en Ciénaga el 26 de diciembre de 1895
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26 de diciembre
Invasión Libertadora
de José Miró Argenter

• 1895 -

José Miró Argenter en “Cuba Crónicas de la Guerra (La Campaña de Invasión) - Tomo I: Segunda Edición” de la Editorial Lex, 1942, páginas 235-240 describe los acontecimientos del 26 de diciembre de 1895 en la Historia de Cuba:


“La Ciénaga”
“Falsa retirada hasta Las Villas. -Escaramuzas con un destacamento.”
“-Marcha penosa por la orilla de la Ciénaga. -Movimiento de avance.”

   “Los heridos que nos habían causado las tropas españolas en la zona de Colón y en el combate de Coliseo, venían aun en nuestra columna porque no se creyó prudente dejarlos en los territorios recorridos hasta entonces, en atención a que el enemigo no respetaba nuestros hospitales de sangre contra todas las leyes humanitarias, siempre en cambio cumplidas por el ejército cubano: una y otra declaración serán plenamente demostradas en lugar oportuno. Ahora sólo citaremos el hecho de que el general Maceo devolvió a Martínez Campos 22 soldados heridos, abandonados por el caudillo español en el campo de Peralejo, y en contraste con este acto generoso, hacemos mención de los asesinatos cometidos por el general Canellas en la zona de Ramón de las Yaguas, a raíz del combate de Sao del Indio. Los horrores perpetrados por el coronel Molina en Matanzas, los expondremos al publicar el largo catálogo de los crímenes que autorizó el sucesor de Martínez Campos, por más que el aludido Molina, se distinguía ya como veterano en la infame carrera que inmortalizó a Wéyler.


   “La conducción de las camillas era un entorpecimiento para nuestra división, sobre todo, en las largas marchas de diez y doce horas continuadas que comúnmente se hacían. Este fue uno de los motivos que nos obligó a emprender el camino de la Ciénaga, con objeto de establecer en punto conveniente el hospital de sangre, derrotero que por otra parte no entorpecía el objetivo de la operación, que era simular una retirada con todas las apariencias de definitiva, para luego proseguir el avance con mayor empuje. Encerrado Maceo en una reserva absoluta, a nadie le comunicó el móvil verdadero de aquella marcha retrógrada, que para todos nosotros tenía el aspecto del último acto de la campaña de invasión. En muchos corazones despertaba júbilo inmenso; especialmente los orientales, al verse caminantes de cara al sol durante las primeras horas del día, se entregaban a las más risueñas esperanzas creyendo que muy pronto volverían a recorrer el país natal, la tierra encantadora de Oriente, donde habían dejado la mitad de su existencia: los amores de la juventud, los lazos de la familia, las prendas del alma, y el hogar con sus dulces atractivos; ¡cuán lejos estaba el retorno, y qué de vicisitudes nos reservaba el misterioso porvenir!


   “Ya en la margen del río Hanábana (día 26), nuestra retaguardia hubo de repeler la acometida de un destacamento de tropa y voluntarios, que salió al encuentro de las parejas que se hallaban de vigilancia en uno de los senderos próximos al poblado del Caimito, mientras que nuestra columna cruzaba por el camino real de Calimete. La refriega fue muy porfiada, debido a que los españoles después del ataque, se guarecieron en una cerca viva, de donde trató de desalojarlos el intrépido oficial que mandaba la sección de nuestra retaguardia. El enemigo no salió de sus parapetos, pero su fuego certero nos ocasionó siete bajas, entre ellas, el oficial mencionado y un ayudante del jefe de Estado Mayor, capitán Jaime Muñoz, que recibió a boca de jarro una herida gravísima. De todos modos, aceptando el lance en aquel sitio peligroso se evitaron más graves resultados, porque prevenido como se hallaba el destacamento y auxiliado por el paisanaje del lugar, nos hubiera arcabuceado a mansalva al salir nuestra gente de los senderos contiguos para tomar el camino real. El número de nuestros soldados que repelió la agresión de los españoles no llegaba a cuarenta, y es de presumir que sería aún menor el de los contrincantes: los pequeños encuentros eran siempre los más peleados y los más mortíferos para nuestras armas.


   “En una finca llamada el Blanquizal, cerca del río Hanábana, se dejaron algunos heridos, los de mayor gravedad, al cuidado del doctor Alfonso, y en otro punto nombrado Sabanetón, ya dentro de la Ciénaga, quedaron los demás y algunos enfermos que no era posible que continuaran en las filas. Entre los dos hospitales se distribuyeron 18 heridos: ninguno quería quedarse, prefiriendo los sobresaltos de la ambulancia, los peligros a ella anexos y los padecimientos exacerbados por el incesante andar, al sosiego y relativas comodidades de una instalación más estable. Le tenían horror al hospital de sangre, como si ya presintieran la horrible carnicería que sobre hombres indefensos y mutilados por el plomo de los combates habrían de ejecutar las hordas de facinerosos que acaudillaba el sanguinario Molina. Fue necesario que Maceo impusiera toda su autoridad para que algunos inválidos aceptaran la boleta de baja.


   “El día 26 acampamos en Sabanetón, después de una marcha muy penosa por los vericuetos de la Ciénaga de Zapata. La jornada del 27 no fue ni con mucho tan ruda: como cosa extraordinaria, como día de asueto o de gran solemnidad, sólo anduvimos cinco leguas, desde Sabanetón hasta el ingenio Indio, enclavado en el distrito de Cienfuegos, y logramos, al fin, después de muchos días de acampar a deshora de la noche, echar pie a tierra con el sol en el firmamento; sin embargo, se nos ponía de cara: íbamos, pues, otra vez hacia Occidente, y la mágica visión oriental se desvanecía en el ocaso abrumador de la realidad.


   “Iniciado el 28 el movimiento de avance, hubimos de cruzar el río temible, con huellas recientes de considerables fuerzas enemigas y otros vestigios que comprobaban que pocas horas antes habían levantado el campo los españoles. Nuestra marcha continuó sin tropiezo después de practicados los reconocimientos indispensables, dentro de los carriles de la línea de Cumanayagua durante un trecho de seis kilómetros.


   “No encontrándose en ese lugar el coronel Pérez, que tenía la orden de esperar en el paso del Hanábana un mensaje del Cuartel General, y que probablemente no pudo esperarlo a causa de la tropa que allí acampó, fue necesario adquirir informes entre el vecindario de aquellos contornos sobre la dirección que habían tomado los españoles, y por ellos pudimos inducir que, fraccionados en tres columnas, se encaminaban a Aguada de Pasajeros.


   “En espera de otras noticias y del resultado de las exploraciones que se practicaron sobre varios puntos, pero infructuosamente, transcurrió casi toda la tarde, para volver a tomar el camino poniéndose el sol, y en otra marcha de cinco horas, alumbrados a trechos por los resplandores del incendio, venir a situarnos al pie de Calimete: lugar memorable, porque en él se ventiló, al quebrar el nuevo día, la jornada más sangrienta de la invasión.


   “Indudablemente que las columnas españolas que quedaron en la zona de Cárdenas a raíz del combate de Coliseo, empezaban a moverse hacia el Sur de la provincia, transportadas por las vías férreas, que por falta de dinamita y de herramientas adecuadas, no pudieron destruirse eficazmente. Tal inducción estaba comprobada por el campamento atrincherado que acababan de dejar las tropas españolas, aparte de la natural previsión que debía suponérsele al general Martínez Campos, y a cualquiera de sus subalternos, de defender los pasos del río Hanábana, ya para disputarnos el nuevo acceso, en la suposición de que lo hubiéramos cruzado, ya para indagar con certeza nuestro rumbo, ya para pregonar ruidosamente la victoria de las armas españolas, si los caudillos de la invasión hubiesen desistido de su empeño después de la correría realizada por el centro del territorio. Nuestro último choque con las columnas españolas fue el 23, en Coliseo; habían transcurrido cinco días cabales, tiempo más que suficiente para mover todos los batallones que operaban en Matanzas y situarlos en cualquier punto de la provincia; creer lo contrario era solemne desatino: tanto valía entonces incapacitar de una sola plumada a toda la oficialidad del ejército español.


   “Entre las diferentes conjeturas que podían deducirse del movimiento retrógrado efectuado por las columnas que vigilaban los pasos del Hanábana, la que tenía más visos de certidumbre en aquellos momentos, era la de que obedecía a nuestro simulacro de retirada que, con sus apariencias de contramarcha definitiva, disipó la idea de cualquier otro conato de invasión en el ánimo de los españoles, al extremo de que se alejaron de los lugares más estratégicos para ir a pernoctar en las poblaciones más inmediatas. Un general español, que tenía fama de muy ilustre, y cuyos informes sobre el estado de la guerra de Cuba se consideraban axiomáticos, allende y aquende, había dicho al aceptar el mando de uno de los departamentos militares: "Me propongo imprimir toda la actividad posible a las operaciones en el departamento Oriental, donde afluirán en breve plazo todas las fuerzas insurrectas de la llamada invasión de Occidente (1).


   “En opinión de muchos militares españoles, las correrías de los insurrectos sólo obedecían al móvil inicuo de devastar la riqueza agrícola, para proporcionarse, con el cuadro de la ruina del país, el infame deleite de la venganza; porque la insurrección, en conjunto y parcialmente, no era más que una horda de vándalos, tan implacable para con el indefenso propietario que tenía su capital en bienes raíces, como débil y medrosa enfrente de las columnas encargadas de su persecución; y por lo tanto, realizada la más audaz de sus correrías con impunidad completa y saciados de pillaje sus autores, no era de esperarse que volvieran sobre las huellas ennegrecidas por el incendio, ni que pretendieran hacer nueva rapiña en un país totalmente depauperado. De suerte, que la invasión de los orientales habiendo llegado más allá de los límites señalados por la osadía de sus caudillos, iba de retorno para sus madrigueras, a modo de esas tribus berberiscas que asaltan las caravanas del sultán y se retiran para sus ignorados alojamientos a repartirse los frutos del botín. No hay exageración en la imagen que hemos elegido de modelo, ni está fuera de lugar, puesto que todos los periódicos españoles de aquella época abundan en comparaciones pintorescas de ese tenor, y el mismo dicho del general Pando, que fue tan celebrado por la opinión, no es más que el boceto de una horda de beduinos en camino de retorno.


   “Es indudable, pues, que la jornada de Calimete pudo haberse evitado con sólo demorar dos o tres días más nuestro movimiento de avance, porque se daba, de esa manera, forma más verídica a nuestro simulacro de retirada. Pero nuestro caudillo se sentía impaciente; espoleado por el deseo de hallarse en la provincia de la Habana al alborear el año 1896, siendo tan corto el plazo de tres días (y tan largo, en cambio, el trayecto que tendríamos que andar para asistir puntuales a la inauguración concebida por el genio de nuestro capitán), la demora era para él inquietud, desazón, peso enorme, que únicamente se disiparía en aquel temperamento batallador al correr el campo enemigo de Occidente, para una vez allí vislumbrar otros horizontes tempestuosos, hacer rumbo al temporal. Y no sentirse jamás seducido por la victoria ni amilanado por los contratiempos.


   “Al acampar en las inmediaciones de Calimete (diez de la noche del 28), tampoco pudimos adquirir datos concretos sobre la situación de las columnas que poco antes vigilaban las riberas del río. Los colonos del ingenio Godínez, punto donde se estableció el campamento, sólo confirmaban el rumor de que todo aquel territorio estaba lleno de tropas. Calimete contaba con una guarnición perenne, era punto de etapa de casi todas las fuerzas que operaban al Sudeste de Matanzas, estación además intermedia entre las dos provincias (Santa Clara y Matanzas), y era casi seguro que hubiera pernoctado allí alguna columna.


   “Encendidas las fogatas de nuestro campo, los centinelas de Calimete debieron divisarlas con bastante claridad, para no confundirlas con cualquiera otra lumbre del vecindario, y aun calcular que vivaqueaban allí fuerzas numerosas. La noche era muy fría.


   “(1) El general Pando: que no realizó ninguna heroicidad en las dos épocas que estuvo en Cuba, durante la última guerra, y que para colmo de quijotismo, después de asegurar que él acabaría con el poder de los Estados Unidos, se pasó la temporada brava en el extranjero, desempeñando comisiones "técnicas" especiales.”



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Última Revisión: 1 de Agosto del 2008
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