31 de agosto - Sao del Indio por José Miró Argenter
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31 de Agosto
Sao del Indio
por José Miró Argenter

• 1895 -

José Miró Argenter en “Cuba Crónicas de la Guerra (La Campaña de Invasión) - Tomo I: Segunda Edición” de la Editorial Lex, 1942, páginas 77-86 describe los acontecimientos del 31 de agosto de 1895 en la Historia de Cuba:


“Sao del Indio”

   “El 29 de agosto de 1895 salió de Guantánamo, con rumbo a Ramón de las Yaguas, una fuerte columna al mando oficial del coronel Canellas, pero, realmente, bajo la dirección del comandante de movilizados Pedro Garrido, sagaz y bravo guerrillero a quien se premió por su heroicidad en el combate del Jobito, y obtuvo desde entonces el mando de las famosas escuadras de Santa Catalina, lo más selecto de las milicias del país. Los españoles iban a tiro hecho, como suele decirse; a sorprender al león de Baconao, que se hallaba achacoso, dentro de madriguera conocida, y por lo tanto, fácil de capturar en aquella estudiada operación cinegética. Acaeció, sin embargo, lo que no habían previsto los astutos cazadores: que el león, habiendo dejado el lecho, estaba sobre aviso, arrogante y fiero en la montaña, y que en vez de uno, rendido y doliente, tropezaron con dos, entrambos acechadores, los cuales convirtieron la sorpresa en batalla y la batalla en carnicería. Es de interés contar los preliminares de la aventura, para mejor inteligencia del suceso bélico.


   “Hallábase José Maceo en forzosa inacción, a consecuencia de una ciática doble que le impedía montar a caballo y aun moverse de la hamaca. No es menester indicar cómo estaría el hombre de los arranques, sujeto al poste del dolor. Tenía cuarenta y tres hombres de escolta y sus ayudantes de campo, que formaban un total de cincuenta combatientes, número exiguo para vigilar la extensa zona del Ramón y defender la prefectura de la Casimba, vivac y hospital a la vez de los insurrectos. Contribuyó a exacerbar la dolencia física del indómito guerrero y su humor acre, la evasión de un soldado español que, habiendo caído prisionero en una de las acciones de Guantánamo, no demostraba el menor interés en volver al campo de los suyos, sino más bien deseos de abrazar la bandera de Cuba libre, por lo que inspiraba ya confianza al mismo general Maceo; por lo común receloso; pero el soldado español, que sentía la nostalgia del cuartel, aprovechando la oportunidad de ir a bañar el caballo de uno de los oficiales, al verse solo en el cauce del río, tomó las de Villadiego, y sin darse punto de reposo llegó a la plaza de Guantánamo, presentándose al comandante militar y al jefe del batallón de Simancas, a quienes refirió con pormenores la situación especial de José Maceo, enfermo y desesperado en la prefectura de la Casimba, sin otros elementos de defensa que una pequeña escolta, fácil de exterminar si la cacería se llevaba a cabo con sutileza y prontitud. A fin de que la charla del taimado produjera los efectos de una explosión de ira entre los que escuchaban sus declaraciones, díjole al coronel Canellas que José Maceo era el más provocador de los osados cabecillas de la insurrección, y el de habla más despreciativa cuando trataba de rebajar los méritos de los jefes españoles, pues siempre decía el titulado coronel Copello, el titulado coronel Borja Canellas, y con mayor befa, comúnmente, el titulado general Linares Bombo, el titulado jefe español Garrido (por proceder éste del cuerpo de voluntarios), no nombrando jamás a ningún esclarecido miembro del ejército leal por su jerarquía propia, sino con el epíteto despectivo que empleaban en los documentos oficiales los usías presentes y los ausentes de la Real y distinguida Orden de San Hermenegildo. Después de todo, no le faltaba razón al bravo luchador de Cuba para devolver, con el mismo retintín, los vocablos injuriosos que empleaban constantemente los engreídos personajes del partido español, lo propio que los tocadores del redoblante alabardero, y toda la caterva de plumas mercenarias, de plumas viles y de plumas romas, que hicieron más daño a la nación española que el mismo Wéyler con su inaudita gravedad y su estupenda desfachatez, porque el farsante y siniestro enano que agitó la bandera del exterminio y precipitó la ruina del imperio colonial, no hubiera podido medrar si no le hacen el juego los bardos de sus viles hazañas, los que, sin escrúpulo ni pizca de decoro, pregonaban las victorias fraudulentas del gran fanfarrón, sostenían la mentira oficial, el quijotismo, el pillaje y la nulidad, e ilustraban los espadones de guardarropía, sabiendo en muchos casos que eran tales espadones. No le faltaba, pues, razón al valeroso altivo insurrecto para pagar en la misma moneda a los que preconizaban el dicterio, y eso aparte, era graciosísimo cuando al titulado coronel Copello v. gr., lo más inútil de la milicia española, le agregaba un ajo ese con el tartamudeo en peculiar.


   “No es cosa inverosímil que los soberbios condecorados, de quienes hacía menosprecio el hosco cabecilla, se crecieran como verdaderos quijotes oyendo los cuentos del charlatán delator, y que heridos en lo más vivo de su orgullo, se dispusieran a tomar señalada y memorable venganza. Pero mientras tales cosas ocurrían en la plaza de Guantánamo, y la columna del coronel Canellas emprendía el camino del monte, llevando de sabueso al prófugo de la Casimba, el general Antonio Maceo, desconociendo en absoluto el plan de los españoles, operaba sobre la línea férrea de San Luis a Santiago de Cuba. Había atacado el ingenio Unión el día 21, trabado combate el 22 en el camino de Montompolo y poco después en la finca Banabacoa, y el 28, entre los paraderos de San Vicente y Boniato, atacó el tren de San Luis hiriendo al coronel Sbikowsbi, que viajaba de incógnito como un príncipe ruso, y era una perfecta nulidad como lo demostró en la acción de los Negros: el mismo día 28, el teniente coronel Demetrio Castillo, que cubría uno de los flancos de Maceo, sostuvo combate en las inmediaciones del Cristo, finca el Algodonal, con una columna que salió de Alto Songo para impedir la operación de los rebeldes que se dirigían al término de Santiago de Cuba. Maceo acampó en las alturas de Escandell, desde donde se toma el camino de Tiarriba para ir a la zona de los cafetales. Maceo reunió allí casi toda las fuerzas de la primera división de Cuba, formada por los componentes del Cobre, Cambute, Santiago, Guantánamo, al mando de Agustín Cebreco, Vicente Miniet, Demetrio Castillo, Pedro Pérez, Prudencio Martínez, Silverio Sánchez, Dionisio Gil y Cartagena, por junto 600 hombres aguerridos y pertrechados; los restantes, hasta el número de 1,500 plazas, eran impedimenta, esto es, gente que aumentaba la cifra de la columna, pero incapacitada para tomar parte en el combate, puesto que carecía de lo principal: el armamento. Es conveniente hacer esta salvedad y repetirla en cada paso.


   “José Maceo supo, por un confidente de Guantánamo, el designio que abrigaban los españoles, así como la inmediata salida de la columna de Canellas en dirección al vivac de la Casimba; el mismo comunicante le participó que la columna estaba compuesta del batallón de Simancas, de tres escuadrones de tropa regular, de una pieza de artillería y 200 hombres de las escuadras de Guantánamo, que completaban un contingente de 900 plazas. José Maceo que, como todos los individuos de su familia, era insensible al dolor físico cuando olía la pólvora, hizo un esfuerzo, se incorporó de la hamaca, y claudicante, pero sin desmayar en su resolución, montó a caballo para examinar personalmente el tablero enemigo; se puso de centinela en los altos de Santa María de Savigne al caer la tarde del 30; hora en que la columna española, habiendo realizado la segunda jornada sin hostilidad, acampaba en las ruinas de Ramón de las Yaguas, lugar destruido por los insurrectos en el mes de Abril cuando atacaron el fuerte que lo guarnecía; suceso que costó la vida al teniente español Valentín Gallego, fusilado por Martínez Campos por no haber defendido el honor de la bandera. ¡Contraste singular!, el teniente Gallego, deshonrado por un consejo de guerra, murió con pasmosa serenidad: mandando él mismo el pelotón que iba a quitarle la vida y marcando los lugares del cuerpo que ofrecían el mejor blanco. Murat, Ney y el Conde de Belascoaín no dieron más alto ejemplo de valor. Pocas horas antes de la llegada de la columna al Ramón, José Maceo envió un correo a su hermano Antonio, para que éste conociera el proyecto de los españoles, con los datos necesarios para que el socorro fuera eficaz, si el mensaje llegaba a tiempo. El aviso lo recibió Antonio Maceo a las seis de la tarde del día 30, mientras la gente se hallaba en camino por el subidero del Escandell, buscando mejor paraje para campamento de aquella noche; y al punto dirigió la marcha de la columna para el Ramón de las Yaguas; marcha fenomenal, célebre entre las marchas de la milicia cubana, la más andariega y la más fuerte del mundo, pues hubo que andar nueve leguas más, en noche tenebrosa, por caminos horribles, sin un minuto de descanso; quedaron caballos y acémilas por las quebradas y senderos del monte, se extraviaron algunos jinetes mientras trataban de recuperar lo perdido, todo el que no iba montado en recia cabalgadura hubo de seguir a la peonza; pero el animoso capitán dio cima al propósito de su voluntad inquebrantable: llegar a tiempo, y con tal oportunidad llegó que tuvo ocasión de comprobar sobre el terreno la exactitud de los informes facilitados por el correo mambí. Eran las tres de la madrugada. Le sobro tiempo para reorganizar las fuerzas que iban a empeñar la lid, y mando un billete a su hermano para que supiera que el combate de retaguardia, tan pronto como se iniciara, sería el mejor aviso del socorro. José Maceo, desde la tarde anterior, había tiroteado a los españoles acampados en el Ramón, y aunque la hostilidad podía ser prenuncio de recia tremolina, es sabido que el coronel Canellas no le concedió importancia, creyendo que era pasatiempo de alguna de las guardias de las prefacturas, y mucho menos podía colegir que las avanzadas de José Maceo estaban en comunicación con las del otro campo insurrecto. Rompiendo los claros del día, los españoles tomaren el camino de la Pimienta para dar cima al designio de sorprender el hospital de la Casimba y exterminar a los inválidos que allí se refugiaban; pero tropezaron con una emboscada que los hostilizo duramente, situada por José Maceo en el palmar de Ampudia. Avanzo la columna a derroche de descargas, hasta posesionarse del palmar; sonaba ya el cañón de los españoles. Antonio Maceo mando a Cebreco que flanqueara por la izquierda y llegara al lugar donde batía el cobre el destacamento de la Pimienta. Cebreco con 200 hombres, entro por San Prudencio para darse la mano con José Maceo, que ocupaba a la sazón la margen derecha del Baconao y la altura del Trucucú. Los españoles, ante la novedad de aquel refuerzo, atacaron con decisión, pero fueron rechazados, redoblaron el ataque de vanguardia, y fueron repelidos otra vez; simultáneamente, Antonio Maceo los ataco por retaguardia, rompió poco después el fuego por el centro de la columna, y ocupando los altos de Sao del Indio y cauce del Baconao, por el paso llamado de Camacho, obligó a los españoles a desandar parte de lo que habían andado, y con gran número de bajas, a guarecerse en los montes de la Casimba. Este primer debate duró nueve horas, desde las cinco de la mañana hasta las dos de la tarde. La pelea empezó con gran empuje, por las dos partes, prodigándose el valor y corriendo la sangre profusamente por aquellos riscos abruptos, caldeados por una atmósfera bochornosa. Empeñada la lid en toda la línea, viéndose los rostros unos y otros, y oyéndose las mutuas imprecaciones como si con ellas se quisiera recargar el acento de la fusilería, se tomaron posiciones a paso de ataque y se recobraron a pecho descubierto, sin decidirse la victoria por ninguno de los dos bandos. Era mayor el encono allí donde luchaban cubanos contra cubanos; la gente de los Maceo con los hombres de las Escuadras, cual si unos y otros sintieran por igual la enormidad de la injuria y se inculparan recíprocamente el fraticidio. En la tremenda impiedad del encarnizado choque, aquellas tropas mercenarias hacían gala de su vigor y osadía, retando a las más animosas del partido opuesto. Querían que la pelea fuera con ellos solos y no con los quintos de España: ¡admirable valor, pero grande la ignominia! La gente de Maceo queriendo apoderarse de la pieza de artillería, que pudo salvarse gracias al oportuno socorro de las escuadras, arrolló la dotación que la defendía y penetrando hasta donde se hallaba el cuerpo de sanidad, apresó algunos bagajes y el botiquín de la columna. Después de nueve horas de no interrumpido bregar arriba de aquellos riscos ensangrentados, comenzó la hostilidad de la persecución por caminos, senderos y atajos durante una travesía de quince leguas, que anduvo la columna española en dos marchas arriesgadas y penosísimas bajo el fuego incesante de los tiradores insurrectos.


   “Muy comprometida era la situación de los españoles antes de su retirada para Guantánamo, a donde seguramente no hubieran podido llegar si el general Antonio Maceo no hubiese ordenado al brigadier Pérez, jefe experto y muy conocedor de aquella zona, que les dejase franco el camino para que tropezaran con obstáculos, al parecer, mayores, que el fuego mortífero de la gente de Yateras: dos bombas de dinamita, una de las cuales hizo explosión y descalabró la cabeza de la vanguardia española. La columna que, según ya se ha dicho, hubo de retroceder hostigada por los cuatro frentes, en esa marcha de retroceso tenía que atravesar forzosamente el arroyo de la Josefita, lugar en que se colocaron las dos bombas de dinamita, una de mayores dimensiones que la otra. El encargado de hacerlas estallar tenía la orden de Maceo de que primeramente lo hiciera con la de menor tamaño, a fin de que la vanguardia española, al verse sorprendida por la explosión, retrocediera, y cayera entonces sobre la otra mina; y para ello ordenó al brigadier Pérez, que estaba en gran desafío con la gente de las Escuadras, que dejara el paso franco a la vanguardia española. La estratagema surtió sus efectos, pero no por completo, pues los españoles, a pesar de la explosión de la bomba que causó enorme estrago, no volvieron atrás, sino que adelantaron camino, sin cuidarse de recoger las víctimas de la explosión ni de examinar los despojos; y por este motivo no experimentaron el quebranto más considerable que les hubiera producido la bomba de mayores dimensiones. Al otro día, primero de Septiembre, la columna de Canellas llegó al Iguanábano, perseguida por el fuego de la tropa cubana. Antonio y José Maceo vivaquearon al pie de las centinelas españoles. La situación era muy crítica para la columna española, porque habiendo realizado tres costosas jornadas con el único objeto de sorprender un hospital casi indefenso, tenía ahora que estudiar los medios de poner a salvo su propia ambulancia. El hechizo estaba, pues, roto: la sorpresa se había convertido en batalla, la batalla en carnicería. Si con admirable valor había logrado salir del primer atolladero, y venciendo todas las dificultades de una marcha presurosa por caminos de difícil tránsito aun en época normal, había podido llegar al Iguanábano, era de presumir que los insurrectos no iban a dejar la presa después de las dentelladas que abrieron profunda herida en la masa de la columna, cuyos efectos estaban palpables desde el arroyo de la Josefita hasta el camino de Vuelta Corta; largo trayecto salpicado de pinceladas rojas, que resaltaban sobre el verdor del follaje como si el rocío de aquella mañana hubiera sido de sangre, y sobre cada mata del inmenso cantero hubiese cuajado una amapola. Aun le separaba media jornada de la villa de Guantánamo. El comandante Garrido, considerando la gravedad de la situación, dispuso levantar el campamento a media noche, quemando antes el convoy de provisiones para que no hubiera impedimenta en la marcha del siguiente día. Previsor y activo, despachó un destacamento con los heridos de los dos combates, y sutilmente abandonó el vivac del Iguanábano a favor de la noche, dejando los fogones encendidos para que los perseguidores no se dieran cuenta del ardid. Los hermanos Maceo con las escasas fuerzas que pudieron llegar hasta allí, puesto que la columna cubana había experimentado también bajas de consideración, y apenas quedaban caballos útiles, al quebrar el nuevo día (dos de Septiembre) penetraron en la sabana de Iguanábano para que la victoria fuera más sonada con el acuchillamiento de los invasores. Tal propósito no pudo realizarse porque los españoles estaban muy cerca de los fortines de Guantánamo, y únicamente pudieron picarles la retaguardia en el paso del Salvial, donde hicieron la última resistencia los soldados de las Escuadras, mientras los restos de la columna iban presurosos hacia la villa, dominados por el pánico, y creyendo que los perseguidores les daban alcance dentro del mismo alojamiento. La jornada fue muy ruda, cual pocas se registran análogas. Bastará decir que la función bélica duró 36 horas que, unidas a las ocho de la jornada del Escandell a Ramón, forman un total de 44 horas, período más que suficiente para rendir a otra clase de soldados. Por declaraciones de personas de crédito que presenciaron el triste regreso de la columna de Canellas, aun cuando fue celebrado con los acordes de la música, se supo la verdad del desastre, confirmado por otros testimonios de indubitable valer, los cuales hicieron la comprobación de 200 bajas entre muertos y heridos, no confesadas desde luego en el parte oficial según costumbre establecida por las autoridades españolas, de ocultar el quebranto propio, aunque fuera evidente, y exagerar el ajeno, dando por vistos e identificados montones de cadáveres en cada ilusoria hecatombe, pues los muertos identificados volvían briosos al día siguiente, y volvían a matarlos por segunda y tercera vez, sin tener presente los burdos componedores de la patraña oficial que ya habían figurado en el vasto necrocomio de papel: el papel de los boletines, que lo admitía todo. (1)


   “Grande fue también la merma en las filas cubanas: 89 bajas, cifra considerable, en verdad, si se atiende al dato que no llegaban a 600 los combatientes. Pero en la reñida acción de Sao del Indio no es el quebranto mortal de ninguno de los dos partidos, el hecho más saliente o la nota de mayor interés que el cronista debe considerar al hacer el examen del memorable episodio. Lo más saliente es el vigor, el sufrimiento, en el verdadero sentido de la palabra, la fortaleza sin par de que dieron muestra palpable los soldados de Maceo, marchando al combate sin vacilación tras una marcha nocturna por caminos ásperos y horribles, y permanecer sobre el campo de la disputa treinta y seis horas, dando así el más elocuente testimonio de potencia física, de ánimo esforzado y de conformidad moral, cualidades de alto precio que completan el actor combatiente, pero que son propias del soldado insurrecto de Cuba, razón por la cual hemos escrito anteriormente la honrosa expresión de que es la milicia cubana la más andariega y la más fuerte de todas las milicias del mundo. Nos reímos nosotros -y no sonrían los entusiastas de las cosas extranjeras- de las marchas de Napoleón, de la solidez del ejército británico, de la resistencia del ejército ruso, del vigor del ejército prusiano y todas las demás categorías que ilustran las páginas de la historia universal. Sólo debe exceptuarse la infantería española. Ningún otro ejército de la tierra ha hecho marchas de diez, doce, quince y veinte leguas continuadas, sin tomar resuello, sin probar bocado ni exhalar una queja, teniendo por toda reparación el tubérculo desabrido, cuando lo había, y el monte tenebroso por común alojamiento; a veces, ni el tubérculo ni el monte firme: el insalubre tremedal por lecho, y el desvelo del hambre por única distracción. Ningún ejército del mundo ha sido más sobrio, más abnegado ni más audaz; ninguno ha soportado mayores inclemencias y desventuras más enormes. La infantería cubana ha hecho caminatas asombrosas, cosa que hoy parece fábula; ha caminado de un crepúsculo al otro crepúsculo, doce y catorce leguas de un solo tirón, y ha visto el nuevo orto sin haber pegado los ojos ni dado fin al andar; ¡siempre caminando, monte tras monte, vereda tras vereda, subidero tras subidero!, viendo ponerse el sol sin la esperanza de que la noche ofreciera sosegado hogar al amor de la lumbre, y viendo nacer el astro del nuevo día, para descubrir entonces, no las bellezas del paisaje ni a la pastora del rebaño apetecible, sino la huella reciente del enemigo, ya preparado para la operación matinal. No nos ciega el entusiasmo; no influye sobre nuestro espíritu el luminoso fantasma de las fenecidas glorias.


   “(1) La prensa española publicó el siguiente parte: "Las partidas de Antonio y José Maceo, compuestas de 3.500 hombres, fueron derrotadas el día 31 del pasado por una columna de 850 hombres, al mando del coronel Canallas. Canellas atacó las posiciones que el enemigo tenía en Sao del Indio, entre el cafetal "Sabina" y el potrero "Pimienta", al Sur de Ramón de las Yaguas, tomándoles el campamento, víveres, municiones y correspondencia. El fuego duró ocho horas, habiendo dejado el enemigo sobre el campo 36 muertos y llevándose más de 80 heridos. Por parte de la columna tenemos que lamentar la muerte de un teniente y 11 individuos de tropa. Además, resultaron heridos 4 capitanes, 4 tenientes y 39 soldados, y contuso el coronel Canellas. También murieron en dicha acción 18 caballos, quedando 6 heridos. El enemigo dispersado, se dirigió en grupos hacia la jurisdicción de Cuba, y el general Moreno dio orden de que salieran de Songo fuerzas para batirlo". Pocos días después, "La Ilustración Nacional", periódico militar, publicaba los nombres de los oficiales muertos y heridos, y agregaba 12 muertos más de la clase de tropa y 47 heridos. El coronel Canellas dirigió a los soldados que tomaron parte en el combate de Sao del Indio una alocución que decía así: "La acción del Sao del Indio, llevada a cabo por vosotros contra cuádruple número de fuerzas enemigas, bien armadas y mandadas por los hermanos Maceo, es de las más brillantes y gloriosas para nuestras armas y considerada por mí como una de las de mayor importancia en la actual campaña. La toma y destrucción de su permanente campamento, la derrota que sufrieron y la dispersión vergonzosa que les obligasteis a tomar, coronaron vuestra victoria. A vuestro valor, arrojo, serenidad, sacrificio y fe ciega en vuestros jefes, ya diezmados, pocas horas después del fragor de aquel combate, debe la historia patria una laureada página más, tan gloriosa como las que registran sus códices legendarios". Como se ve, el documento encierra pecado gramatical, pecado literario y pecado militar. Dice el autor que los insurrectos huyeron en vergonzosa dispersión, pero habla del fragor del combate, de los jefes diezmados, de anales gloriosos y códices legendarios, cosa que el coronel Canellas pudo explicar de un modo más concreto, diciendo: ¡Roncesvalles y las Navas de Tolosa!”



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Última Revisión: 1 de Agosto del 2008
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